15 de octubre de 2014

Sobre las puertas

Una puerta es un espacio incierto. No es ni adentro ni afuera, es un intermedio.
Yo le tengo fobia a las puertas, a la posibilidad que atisba esperanzas lastimeras.
¿Qué hay más lastimero que abrir la puerta en la espera, en el suspenso sin límites de mi imaginación?
Una puerta es cruel y mezquina. Es la manera que tiene la estructura de dejarte caer en las profundidades de una desolación que empieza en los pies planos, pasa por piernas chuecas, por sexos lacios, por estómagos flácidos, tetas grasosas, cuellos de almeja, cerebros medicados. 
Una puerta se ríe de mí cada vez que la abro.
Una puerta llora cada vez que la cierro.
Yo le tengo fobia a las puertas.

De vuelta y vuelta

Puede que valga la pena.
me dije la primera vez que sentí que se me escabullía la sangre por la piel rota.
Ojalá valga la pena.
me repetí de nuevo, mientras lloraba frente al espejo.
No vale la pena
intento decir ahora que me miras y yo trato de no mirarte de vuelta.
A veces, no sé si esta pena, finalmente, tiene justificación. Podría enumerar razones de manera exponencial y llegar a la conclusión de que las cosas inconmensurables no hay para qué intentar numerarlas. 
La pena se instala cuando miro la tele y me acuerdo de que no tengo nada que hacer.
Cuando se vuelan los pájaros en mi memoria.
Cuando intento reconstituir mi cuerpo pintando marcas textuales que remitan a algo, lo que sea.
Cuando intento decir a gritos y no hay palabras, sólo gemidos lastimeros esta noche. 
Cuando me acuerdo que no soy yo, que soy prestada, que no importa. 
Cuando me doy cuenta de que no tengo talento, que estoy vieja, que estoy muerta.
Cuando miro para al lado y todos están durmiendo y miro para adelante y la luz no me deja discernir nada.
Cuando alguien dice amor, amistad, nunca más, para siempre.