8 de agosto de 2011

La literatura como mal universal (y personal)

Se me cae la tarde por los hombros, lenta, pausada, cadencioso susurro que se aleja. Solía tener un recolector de sonrisas, un atrapa sueños privado, una malicia incorporada a estos espacios en blanco, si es que existe el blanco y no es la construcción que me hice de la nada para no llenar de negro la vida mía.
Aún así, bien encaminada, sobreviviente de un naufragio injusto, obstaculizada por las piedras que me até a los tobillos para hacer el viaje más interesante. Quería ser yo, acomodar mi realidad en su justa medida, optar por jugar Rayuela y tildada Dulcinea hacerme a los caminos, inspirar grandes hazañas para luego desvanecerme en la penumbra de un sueño. Contrariar a los dioses, morir de amor, vestir de sangre los pliegos de mi falda. Cómo culpar a Quijano de querer vivir, no tener que vivir.
Y heme aquí, en una trivial sala de computación que se agranda mientras entran las personas que no conozco, quizás por un desinterés magistral que me consume.
Se me cae el sol por la mirada. La luz eléctrica me produce la jaqueca del querer ser obstruido por el tener que ser. Y si me fugo por la noche, salgo por la puerta trasera, me encuentro con Cervantes que me arrastra del brazo por el inframundo o sólo invento otra historia que narrar a fin de contar una verdad disfrazada. Si le escribo un poema a la mirada fugaz del encuentro casual de dos ojos que no se buscaron.
Creo que la literatura le hace mal al alma, ¿o no Señor Alonso?

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