18 de agosto de 2011

Quiero escribir un cuento


¿Qué cree usted?

Cuando despertó esa mañana las excusas del día anterior le parecían más tontas de lo que eran. Aún así, decidió volver para cerciorarse de que seguía existiendo el lugar donde había crecido, el lugar donde las huellas de su vida empezaron a marcarse firme en el pavimento del camino, porque siempre pensó que a estas alturas de la humanidad, lo menos que podían haber hecho los que nos heredaron el mundo es haberlo pavimentado. Miró su cuerpo y los vestigios del día anterior latieron en sus sienes, el dolor era intenso, pero sabía que la costumbre es el peor amigo de los dolores y que con el pasar de las horas la cosa se haría tan habitual que no la sentiría.
Podríamos escaparnos -pensó, pero ya no había vuelta atrás.
Constanza, la de siempre, seguía mirando la ventana. Estaba muerta, sin alma, recta como siempre, como los principios que había sostenido con convicción. Ya no se preguntaba qué haría, sino cómo lo haría. Al ver a Raúl por la ventana, volvió a tener sentido el día, un mal sentido, pero sentido al fin. Trató de disimular su cara, una expresión de amor sin fin y de culpa infinita la delataban y, a pesar de querer abrirle la puerta, inmutada esperó que su madre lo hiciera. Un rencor se le escapaba por la vista contra la mujer que los había hecho inseparables, que los había unido desde el principio.
Entró y los ojos se le nublaron. Instintivamente miró a Constanza, olvidando que habían sido descubiertos. En definitiva, debería ser para mejor, siempre la verdad debía ser la mejor carta a jugar, pero en su caso, sólo podía agachar la cabeza ante el horror. Se le quedó el amargo sabor de esa palabra, horror, en la boca. Por qué uno siente horror: por las matanzas, por lo feo, lo monstruoso. Y esto era amor...
Raúl y Constanza se conocían desde siempre, lloraron juntos por la leche y más grandes fueron juntos al jardín infantil. En ese momento se dieron cuenta de que eran distintos, porque los niños a esa edad tenían amigos de su mismo sexo, pero a ellos no les importaba eso, el sexo vino a ser una preocupación sólo después de los catorce, cuando los indicios del crecimiento eran inminentes y ya no podían ser omitidos por las hormonas. Sabían que estaba mal acostarse juntos a esa edad, pero era su costumbre y las piezas contiguas lo hacían un oscuro secreto. Tan oscuro que cuando Constaza quedó embarazada sólo pensaron en que el embrión estaba muerto. Pero la segunda vez, su madre logró detectar antes de tiempo el accidente y ya no hubo marcha atrás.
Cuando nació Max y en vista de que no tenía padre, sus abuelos lo adoptaron y nunca más se habló del asunto. Ahora eran tres hermanos, el pequeño Max y los mellizos Constanza y Raúl, quienes jamás se relacionaron con el hermanito, excusando la diferencia de edad y dejando de lado la culpa, que los había perseguido durante años y que nunca se movería de sus lechos.
Esa noche, como si por primera vez lo hubiesen hecho, se besaron y apasionados subieron a la habitación para desvestirse con vehemencia, como si sus dedos no se encontraran en territorio conocido, tantas veces explorado y conquistado. Pero Max, ya en sus diez años, no era tonto y siempre sospechó de la extraña complicidad de sus hermanos, por lo que al entrar husmeando no se sorprendió para nada. Pero sus padres sí lo hicieron y llorando desconsolados, echaron a Raúl de la casa.
Al aparecer por la ventana, Constanza no supo qué hacer. Ya tenían veinticinco años y podían irse al fin del mundo si lo hubiesen deseado con el alma. Pero nadie más dijo una sola palabra y las excusas del día anterior no fueron necesarias, pues sus padres lo invitaron a pasar, le sirvieron café con galletas y Max calló la historia. De hecho, supo hace poco la verdad de sus padres y me lo contó llorando, mientras adornaba la pieza de mi bebé. Espero que salga si problemas genéticos, pero si mi esposo salió sin defectos, no creo que le pase nada. ¿Qué cree usted?




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